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¿Competencia mundial o solidaridad?

Por Carlos Almira , 16 noviembre, 2014

La mundialización de la economía ya no afecta sólo a la actividad de las grandes multinacionales sino también, y cada vez más, a la economía familiar y personal. Qué nivel y tipo mínimo de cualificación será necesario en el futuro para encontrar un hueco en el mercado de trabajo mundial; cómo afectará la evolución de las exportaciones al nivel de los salarios, al consumo interno y a las expectativas de negocio de las pequeñas empresas; o cómo las oscilaciones de los precios de las materias primas básicas y las fuentes de energía condicionarán la vida de la gente. Todo esto es tan obvio (como se encarga de escenificar el cártel de nuestros “líderes” mundiales cada cierto tiempo), que parece superfluo recordarlo. Y sin embargo, es importante señalar que, conforme los hechos afianzan esta mundialización, esta interdependencia casi natural de nuestras vidas a escala planetaria, la capacidad real de los pueblos y los ciudadanos para influir en las decisiones del orden global es mínima, por no decir, nula.
Hasta los años ochenta del siglo veinte, los Estados desarrollados podían ejercer un cierto control sobre la evolución de sus economías y las de los países subdesarrollados que caían en su esfera de influencia: los Bancos Nacionales establecían la política monetaria y de créditos del país y prestaban a sus Estados fuera del Mercado; los gobiernos decidían en sus respectivos territorios (espacios soberanos) sobre las subvenciones, el librecambio, los acuerdos bilaterales o la protección de ciertos sectores industriales y agrícolas; los salarios y las condiciones laborales en Francia, Alemania, Inglaterra, no estaban a merced de la competencia mundial en el mercado de trabajo sino de las regulaciones y legislaciones internas de estos Estados.
Todo esto es ya parte del pasado. No hay vuelta atrás. Es una ley de la Historia. Los seres humanos sólo podemos aprender de la experiencia pero (o quizás porque esto es así), no tenemos una segunda oportunidad en términos históricos. El Estado del Bienestar, realidad y mito, tal y como surgió y se diseñó en Europa occidental tras la Segunda Guerra Mundial, ha pasado para siempre a los libros de Historia. Sin embargo, quizás ahora sea el momento de hacernos la pregunta por el presente: ¿qué ha pasado realmente? Hace unos días se celebraba la caída del muro de Berlín (como nunca se hará con el de Palestina o con la afilada valla de Melilla). ¿Cuál es el significado profundo, histórico, de todo esto? Acaso lo tenemos delante pero no lo vemos.
Aparentemente, la respuesta es muy sencilla: la Guerra Fría enfrentó dos modelos, el comunista (un capitalismo de Estado de fórmula totalitaria); y el capitalista (un capitalismo liberal bajo la apariencia parlamentaria de la democracia); el primero se hundió por su propia ineficacia, por su incapacidad para mantener la competencia con el segundo en unos niveles satisfactorios (por no hablar de su dudoso valor ético); por lo tanto, el modelo capitalista, y concretamente su versión neoliberal, debía marcar el nuevo periodo histórico de la llamada globalización.
Obsérvese antes de nada, lo siguiente: primero, que la globalización no ha sido una consecuencia mecánica del fracaso del comunismo, sino fruto de la expansión de una determinada versión de la economía de mercado, que va mucho más allá de la esfera estrictamente productiva (la cultura, la información, los valores, etcétera); y segundo: que, puesta en esta tesitura global, la actividad humana ha devenido una fuerza de la natglobalizaciónuraleza; es decir, una fuerza del mismo orden y nivel que los procesos medioambientales, no sujeta ya al juego ni a la influencia de los actores clásicos del Derecho Internacional Público (fundamentalmente los Estados Soberanos y las Organizaciones Supranacionales), en el sentido en que lo estaba antes de los años ochenta o noventa del siglo XX. Ningún gobierno del mundo, por poderoso que sea (incluida la Rusia de Putin), parece hoy en condiciones de decidir la marcha de la economía, no ya mundial, sino dentro de sus fronteras, ni siquiera en los aspectos básicos, hasta ayer competencia indiscutida de la soberanía estatal, como las condiciones laborales, los salarios, las relaciones comerciales con el exterior, o el valor de la moneda del país.
En este sentido la naturaleza ha devenido historia y la historia, naturaleza. Tan viable es actualmente para un solo Estado invertir el cambio climático como regular por su cuenta los aspectos básicos, las variables internas, de su economía nacional. Para los creyentes del neoliberalismo este hecho no ha hecho sino corroborar la verdad profunda de su fe: el Mercado es una realidad no ya histórica, como querían los marxistas y aun ciertos liberales clásicos, y ni siquiera natural (en el sentido de una fuerza irracional y ciega), sino una realidad moral. Según esto, la mundialización equivale a una competencia mundial. La competencia mundial, en términos estrictamente económicos, no sólo no debería encontrar ninguna traba estatal ni supraestatal en su marcha triunfante, sino que dejada a su sola inercia, nos ha de traer el progreso y el bienestar a toda la humanidad.
La crítica de esta visión que los hechos, tozudos, parecen empeñados en desmentir cada día, desborda las posibilidades de este artículo y de su autor. Pero sí puede y creo que debe hacerse alguna matización: primero, del hecho de que algo escape al control de un actor humano no se deduce que escape al control de todos ellos; segundo: del hecho de que algo escape al control de un actor humano, o incluso si fuera el caso, de toda la humanidad (como por ejemplo, el movimiento de los planetas), no se deduce, como querían los viejos deístas, la necesidad, la bondad, el carácter sagrado, divino, de ese algo (llámese cambio climático o mercado mundial); por último: hay una diferencia importante entre la naturaleza y la historia, en cuanto a su origen último (que en el caso de la historia, son los hechos y las decisiones humanos, por más que luego, como en el caso del huracán o el maremoto, sobrepasen la capacidad de sus propios “autores”).
Es verdad, al menos sobre el papel, que el capital (las empresas privadas), si no se lo impiden trabas institucionales, “extra-económicas”, tenderá a buscar los costes menores, por ejemplo en salarios. Sin embargo, en un país como China conviven regiones en niveles de desarrollo y de salarios tan distintas como las que separan (aún, ¿por cuánto tiempo?) a la Unión Europea del Norte de África. Así, el oeste montañoso y desértico de China parece un mundo aparte, subdesarrollado, junto a las avanzadas, modernas ciudades del Mar de China y a la región de Pekín, cuya prosperidad ha llevado al país, según los expertos, al rango de primera economía mundial. Hay pues, diferencias importantes sin necesidad de trabas institucionales al mercado. Aunque el gobierno chino no pueda ya decidir todos los parámetros macroeconómicos dentro de sus fronteras, la realidad es tozudamente diversa.
Yo no creo que la mundialización equivalga mecánicamente, a una competencia mundial sino a una creciente interdependencia entre los países, también en lo que se refiere al ordenamiento de sus propias economías internas. Ahora bien: esta interdependencia significa también una oportunidad para introducir regulaciones dentro de los propios Estados y mercados nacionales, no ya como antaño por una decisión unilateral, soberana, del país de turno, sino mediante un acuerdo entre Estados. Por ejemplo: si en Europa se llegase a la conclusión de que no son los emigrantes africanos los que amenazan los salarios ni el trabajo de los franceses, sino el fraude fiscal, los paraísos fiscales, el dinero “francés” que se va, se podría coordinar una política que dejase libre movimiento a la fuerza de trabajo pero no al dinero, por ejemplo. Del mismo modo que la reversión del cambio climático no puede ser asunto de un solo país, la mejora de las condiciones de los trabajadores franceses tampoco está ya en manos de Francia, pero eso no significa que no esté en manos de nadie o que esté en manos de Dios.
Una mayor interdependencia mundial no es algo malo per se. Tampoco establece a priori sus propios contenidos y orientaciones. Sólo impone unas nuevas reglas de juego. Dependerá de lo que hagamos con ellas, y de lo que no hagamos. Si el gobierno de España es democrático, si representa realmente la voluntad de la mayoría, estará interesado en mejorar las condiciones de vida y trabajo de los españoles; si quiere mejorar estas condiciones de vida y de trabajo, tendrá que colaborar por ejemplo, con el gobierno de la India para que allí también mejoren. Esto ya no es la mundialización del neoliberalismo sino la de la solidaridad y la de la gente.


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