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Chinon: de Rabelais a Ricardo Cozarón de León, pasando por Juana de Arco y el cardenal Richelieu

Por José Luis Muñoz , 16 agosto, 2015

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No sé nada de Chinon, salvo más o menos su ubicación, próxima a los castillos del Loire, y que está a orillas del río Vienne. Así es que echo a cara o cruz qué ruta coger para llegar allí desde el Valle de Arán. Por la autopista que pasa por Burdeos y Potiers, sus 680 kilómetros se convierten, según Google Maps, en 6 horas quince. Si opto por ir por Toulouse-Montauban-Limoges, los kilómetros disminuyen a pesar de que el tiempo en recorrerlos aumenta. Así es que antes de coger el coche, en una mañana lluviosa, trato de desbrozar ese entuerto, algo absurdo, por el que el camino más largo es, en realidad, el más corto, y, contra mi lógica, escojo el más largo porque será el que menos tiempo me lleve. Nunca sabré si acerté.

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Llego sin dificultad a la A64 dejando el deprimente Fos, el primer pueblo francés, a la derecha. La parte más rica del Pirineo español se corresponde, exactamente, con la más pobre del francés. En algunos tramos, en los que la carretera va siguiendo el curso del río Garona, la llovizna empaña los cristales del Mitsubishi Colt añejo que conduzco, pero que es mucho más estable, aerodinámico y económico que el Toyota Landcroiser. Lo he cargado de gasolina en la última estación de servicio de Les. Le he dado un euro de propina a un empleado foráneo que ha tenido la gentileza, poco común, de llenarme el depósito. Y he volado hasta esa autopista de peaje, que tantas veces he tomado para ir a San Sebastián, pero que abandono a la altura de Pau para subir por el mapa de Francia hasta Burdeos, despedirme del Garona, convertido en mar cerca de su desembocadura, y tomar la E5, dirección París. De Burdeos a Sainte, la autopista está completamente colapsada por el tráfico de los domingueros y quienes empiezan y terminan vacaciones que se dirigen a La Rochele o a La Bretaña con los coches cargados de maletas, bicicletas y cansancio. Arrancar y frenar poniendo los intermitentes para que ningún despistado se estampe contra la parte trasera del coche. El colapso vial me lleva a Cortázar y ese cuento francés, que alguien convirtió en película, de un atasco de tráfico que dura días. La ficción que casi siempre arranca de la realidad, distorsionándola a veces, o no.

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Rebasado Poitiers, conecto el GPS. Hago cincuenta kilómetros a buena velocidad, porque el tráfico ha desaparecido, una vez reventado ese coágulo obstructivo, y tomo ya una salida que indica Chinon. La carretera, una hermosa y estrecha comarcal que serpentea por terreno llano, respetando lindes, va bordeando el río Viennes (algunos letreros advierten de que es una carretera inundable), se abre paso entre viñedos, campos de maíz y girasoles iluminados por esa luz de atardecer que hace que todo sea más hermoso de lo que es en realidad. ¿Y qué es la realidad? Y tras 26 kilómetros de conducción placentera, con la ventanilla bajada del coche para que entre el aroma a campo, y la mano fuera, luchando contra la corriente de aire, aparece Chinon, junto al río, bajo su espectacular fortaleza amurallada que parece vigilarla.

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La plaza Juana de Arco, en donde está mi hotel Le Lion d’Or, un tres estrellas muy aceptable, es cuadrangular y espaciosa, está presidida por una escultura de la santa guerrera a caballo con espada en ristre, y la bordea, tras una pared de gigantescos plátanos que rozan las nubes, el hermoso río Viennes en el que se mecen algunas barcas planas y nadan escuadras de disciplinados patos junto a flores flotantes que crecen en las orillas.

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Le pregunto al recepcionista, un tipo flaco y con gafas, si sabe español, y ante su no rotundo y sin titubeos, echo mano de mis rudimentarios conocimientos del idioma de Rabelais y de los más primarios, aún, de la lengua de Shakespeare, suficientes para decir que he reservado con Booking el día anterior, porque he tenido la suerte de encontrar una habitación libre en pleno mes de agosto, un milagro que ni yo mismo creo. El recepcionista, que no tiene don de lenguas, me alarga la llave de la habitación 38 sin más trámite (no me pide la reserva, no me pide ni siquiera que me identifique con documento de identidad, por lo que sube los enteros que había bajado diciéndome que no sabía español). La habitación es pequeña, modesta, pero suficiente, con una ventana que da a un patio interior, una cama estrecha, un plasma diminuto y una lamparita de pantalla roja que da una luz muy tenue, de burdel. Pero no estoy para quedarme en el hotel, así es que, tras dejar las maletas en la habitación, y darme cuenta de que no he cogido, con las prisas, el cargador de batería de mi Cannon (¡Maldita sea!), bajo a la calle, la cruzo y paseo por la ribera arbolada del río Viennes hasta que decido entrar en la población.

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La calle Rabelais, peatonal, es la más concurrida, aunque uno no encuentre en ella ni rastro de comercios, ni siquiera de vinos de la zona, el bretonne. La parte vieja de Chinon, nombre que me produce cierta curiosidad, se concentra en la margen derecha del río y las casas, de piedra blanca noble y tejado de pizarra, más algunas con entramado de vigas de madera en sus fachadas de ladrillo, se alinean a lo largo de sus calles y se encaraman en las cuestas que van al castillo. Es una población cuidada, pero no postiza. No descubro pastiches en un conjunto arquitectónico homogéneo en el que los amantes del románico descubrirán  la colegiata de Saint Mexme con sus campanarios acabados en tejados piramidales de pizarra.

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El castillo de Chinon, en un altozano, domina la villa a unos cincuenta metros por encima de ella y observa con serenidad el curso plácido del Vienne. Cuesta imaginar, en ese entorno de placidez suma, algún acto guerrero, derramamiento de sangre y cruce de aceros. La fortaleza empezó a edificarse en tiempo de los romanos. Dos reyes de Inglaterra, Enrique II y Ricardo Corazón de León, dejaron su impronta en el castillo que, finalmente, recuperó para Francia, arrebatándosela a los Plantagenet, Felipe Augusto en el 1205. En 1427 Carlos VII instaló su pequeña corte en Chinon. Posteriormente fue el cardenal Richelieu el que tomó posesión del castillo y dejó que se derruyera. Tampoco Napoleón Bonaparte hizo gran cosa por preservar la fortaleza hasta que el municipio de Chinon se hizo cargo de él y lo restauró. Así es que el empaque de Chinon le viene de muy lejos.

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El castillo, por la hora, las 19:30, está cerrado, lo que me obligará a otro intento de asalto mañana. Frente a la fortaleza, hay un ordenado viñedo, el Clos de L’Echo, con los arbustos en perfecta formación, y, al otro lado, una vinoteca, Caves de Silènes, permite degustar los caldos resultantes. Así es que, para recuperar fuerzas y animar mi espíritu, tomo asiento en una de las mesas que hay en la terraza y pido a la sonrosada mujer francesa que viene a atenderme una copa de ese vino cuyas uvas veo crecer enfrente mismo. Denso, y oscuro, el tinto corre por mi gaznate, alimentándome y compensando los cinco euros que vale la copa. Así es que bebo despacio, en esa terraza solitaria, aprovechando el roce de un sol que ya declina y enrojece el ambiente.

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Se puede bajar al pueblo utilizando un elevador, pero yo prefiero hacerlo perdiéndome por calles en pendiente que me permiten disfrutar, y envidiar, nunca de forma saludable, pese al falso dicho,  caserones regios, antiguos palacetes con alminares  y torreones de techo picudo, y una hermosa casa con paredes devoradas por la yedra que me gustaría fuera mía sin más preámbulos, haberla heredado. Bufetes de abogados, inmobiliarias y colegios ocupan casas monumentales. Fuera de la calle Rabelais y de la carretera, que bordea el río, el silencio es absoluto, de pueblo abandonado y congelado en la historia.

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El apetito hace estragos a eso de las ocho y media de la tarde, pero la luz es tan intensa y viva que me hace consultar el reloj de mi móvil. Me doy cuenta, entonces, de que he sobrevivido todo el día con dos tartaletas de manzana y un café con leche engullidos a toda prisa en un área de servicio muy concurrida antes de llegar a Poitiers.  La calle Rabelais—porque el genial e hiperbólico autor francés, monje, médico y bon vivant, nació en Chinon—, está sembrada de restaurantes que asoman sus pequeñas terrazas con sus más pequeñas mesas a lo largo y a lo ancho de la vía peatonal. El menú de 14,50 euros, que luego se convierten en 22, de uno de ellos me convence. Le pido la comida, que no es pantagruélica, a una camarera alta y muy delgada que lleva un tatuaje geométrico sobre su pequeño seno izquierdo. Qichue Lorraine con hojas de lechuga; pollo a la mostaza con timbal de arroz pilaf; tarta tatin con nata. Para pasar la comida, una cerveza Júpiter de medio litro que es lo más caro de la cena. Todo está bueno.

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Aún queda algo de luz cuando acabo mi cena, así es que vuelvo al Vienne, capto la luz de atardecer en sus aguas; el reflejo de los árboles de sus orillas; el de las nubes rosáceas, reflejadas en sus aguas tersas y plácidas que sólo se estremecen cuando las surca una formación de patos o salta una trucha a tomar aire o atrapar un insecto.

Regreso a mi hotel, a la luz de la lámpara de pantalla rosácea de burdel. La pantalla es roja, el cuerpo de la lámpara, también, y hasta el zócalo de la pared, que es lo que ilumina.

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