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Carta de un corrupto indignado.

Por Carlos Almira , 1 noviembre, 2014

Hace casi tres décadas entré en la política como tantos otros por aquellos tiempos, con una mezcla de entusiasmo e ingenuidad. El PSOE, mi partido, acababa de llegar al gobierno y se abría, o al menos eso nos parecía entonces, un periodo nuevo en la Historia de España.

Por aquel entonces yo era un pésimo estudiante de bachillerato. Mi afinidad con el “socialismo” me veía de lejos, de mis padres, abuelos y bisabuelos, mineros asturianos. Gentes recias, curtidas en la lucha sindical desde antes de nuestra Guerra Civil. No obstante estos orígenes, muy pronto comprendí que los militantes y dirigentes de los otros partidos constitucionales, (desde la derecha hasta los nacionalistas y la izquierda comunista), que habían participado junto con la Corona, en la Transición Democrática tras la muerte de Franco, sacrificando buena parte de sus principios y sus ideales a la convivencia y el entendimientos pacífico entre todos los españoles, merecían y aún merecen mi respeto, y en algunos casos incluso mi admiración.

Hoy que todo se derrumba, que casi todos nosotros nos vemos en los juzgados y muy pronto, si no lo remedia una oportuna amnistía como la del 76 (¿o el 77?), nos veremos en las cárceles del Estado por el que tanto hemos luchado desde nuestra primera juventud, no puedo sino sentir una mezcla de pena, rabia, impotencia y desprecio ante tanta ingratitud.

A los dieciocho años, sin haber aprobado aún la Selectividad, decidí entregar mi vida al servicio de mi país, e ingresé oportunamente en las Juventudes Socialistas de la Cuenca Minera de Oviedo. Hoy reconozco que si mis orígenes sociales y familiares hubieran sido otros, me habría afiliado a las Juventudes del que andando el tiempo, sería el Partido Popular, o a las de cualquiera de las otras formaciones hoy tan denigradas, a las que un día la Historia hará la justicia que merecen.

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Muy pronto mis cualidades (que no mi formación ni mi experiencia, que sólo se conformarían con los años cuando empezara mi carrera de Derecho y mi periplo por las distintas administraciones del Estado), mi entrega y mis principios, atrajeron la atención del entonces Secretario Provincial de nuestro Partido, que por aquel entonces andaba buscando alguien de confianza para las inminentes elecciones municipales. A pesar de mi bisoñez, de mi juventud, fui incluido como número tres en las listas para Oviedo y salí elegido sin mucha dificultad en el equipo gobernante. Fui nombrado Concejal de Cultura y Deportes.

Quiso entonces (hoy veo que fue mi mala fortuna), que mi compañero de Urbanismo cayera enfermo y, a falta de alguien disponible en ese momento, fui nombrado para sustituirle, primero interinamente y luego de forma definitiva.

Un día que estaba en mi despacho, sonó el teléfono. Era el Secretario Provincial, mi protector. “Va a ir a verte un amigo mío, empresario de Vigo. Trátalo bien. Ni que decirte que es de los nuestros. Facilítale todo lo que te pida, y tenme informado”. Naturalmente, tras darme el nombre y alguna referencia, se interesó por mis estudios. “¿Aún no te has matriculado en Derecho? Hazlo enseguida. En cuanto tengas algún curso aprobado, me avisas. Necesitamos gente como tú, con algún título para las Autonómicas”. Le di las gracias e hice puntualmente todo lo que me había pedido. Aún faltaban tres años para las Elecciones Autonómicas. Así que me matriculé sin pensarlo, en la UNED y, con alguna ayudilla, conseguí sacar los dos primeros cursos casi limpios, además de un máster de Experto en Relaciones Laborales por nuestro Sindicato.

Fue suficiente. En las Elecciones Asturianas fui incluido como número siete en la lista y salí elegido diputado por la Cuenca Minera. Entretanto, mi experiencia y mis contactos crecían casi a diario. En pocos meses conocí a gente de todos los demás partidos, de los sindicatos, de los sectores empresariales y los Bancos, no sólo de Asturias sino de otras regiones del Estado. Como puede imaginarse, había de todo. ¿No es siempre así? Pero había algo que nos unía a todos sin casi ninguna excepción: un mismo ambiente moral que compartíamos sin habérnoslo siquiera planteado, que se podía resumir así: el bien común no se consigue con utopías. Todos sabíamos cómo funciona este mundo. Hoy por ti, mañana por mí. Pero en ningún momento, salvo muy raras excepciones, ni siquiera ahora, nos parecía estar actuando de un modo inmoral. ¿Qué alguien no justificaba unos fondos o se pasaba un poco al asignarse unos gastillos de representación?: alguna compensación debía tener nuestra actividad, nuestra entrega como servidores públicos. ¿Qué un empresario quería recompensar nuestras gestiones, sin duda siempre favorables a los intereses y necesidades de los ciudadanos no incompatibles con el lícito interés particular, haciendo una generosa y oportuna donación a nuestro Partido (igual que hacían todos los demás), qué había de malo, de anómalo, en ello?

Hoy se critica todo esto como corrupción, sin ambages, pero hasta hace muy poco era visto y saludado por la inmensa mayoría de la sociedad española como algo normal. Al fin y al cabo, nosotros no estábamos en política (como nuestros amigos empresarios, sindicalistas, etcétera, no estaban en sus respectivas actividades) para cambiar el mundo, sino sólo para gestionarlo de la manera más eficaz y mejor posible, según se presentasen las circunstancias.

Hoy, a toro pasado, es muy fácil escandalizarse. Para decirlo de una vez y con toda crudeza, nuestro sistema político no es una verdadera democracia. Ni a mí, ni a ninguno de mis compañeros de ninguno de los otros Partidos, nos ha elegido nunca la gente: antes de las votaciones, cada uno de nosotros, la tristemente bautizada como “casta”, intentamos ser incluidos en las listas correspondientes, en el mejor puesto posible. Nuestros dirigentes confeccionan esas listas. Ellos son pues, quienes nos eligen. Luego, dependiendo de nuestras mayores o menores expectativas que tenemos unos y otros de ganar en tal o cual ayuntamiento, en tal o cual comunidad autónoma, o en el gobierno del Estado, nuestros amigos empresarios empeñan más o menos sus recursos en apoyarnos, con el mismo criterio de racionalidad económica con el que actuarían para cualquier otra inversión. Que alguno, que muchos de nosotros, se haya aprovechado de esta forma de funcionar para distraer un dinerillo, no lo niego. Pero no se olvide que casi todos nosotros, la “casta”, renunciamos en nuestro día a seguir una carrera profesional, a dedicarnos a los negocios privados, a estudiar, a formarnos para trabajar y prosperar como ciudadanos particulares. ¡Por el contrario, nos entregamos en cuerpo y alma al servicio de los ciudadanos, que ahora nos juzgan con tanta dureza y tan poca gratitud! ¿Qué hubiera sido, qué sería aún hoy, de España sin nosotros?

Por otra parte, como antes he subrayado, la mayoría de la gente conocía perfectamente todo esto y lo aprobaba con un guiño de complicidad y picardía. ¿Quién no ayudaba a colocarse, a sacar una plaza, a obtener una beca o una recomendación, a un primo, un hermano, un amigo, un antiguo compañero en apuros? ¡Toda España estaba al tanto y aceptaba con una mezcla de envidia y regocijo estas prácticas, por otra parte tan antiguas como la misma Humanidad! Si ahora se escandalizan, ayer lo aprobaban, incluso presumían de madurez y experiencia frente a los raros especímenes que siempre han antepuesto sus principios morales a la misma realidad de las cosas.

No seré yo quien se empeñe en defender lo indefendible. Nuestro tiempo ha pasado. Yo creo que, con la última crisis, cuando la gente empezó a ver cómo se hundían sus más leves esperanzas de futuro; cuando los medios de comunicación, de un modo irresponsable y atropellado, empezaron a ventilar los trapos sucios (sin respetar ni siquiera a nuestro ex Rey, don Juan Carlos ni a su Familia, que tanto ha hecho por nuestra democracia); cuando un puñado de jueces rencorosos e incontrolados empezó a ordenar investigaciones y a abrir todo tipo de procesos y causas contra nosotros; entonces empezó la cuenta atrás, el principio del fin.

Quiero decir, para terminar, que no niego los hechos: la mayoría de los delitos de que se nos acusan son ciertos. Es más: la mayoría de las cosas que hemos hecho, en nuestro insobornable afán de servicio a los ciudadanos, nunca saldrán a la luz. Ni falta que hace. Pero esta verdad no vuelve justas las acusaciones que una sociedad encendida por las dificultades económicas actuales, vuelta de pronto con rencor contra nosotros, nos lanza hoy. Vendrá un tiempo, cuando los que ahora se disponen a ocupar nuestros cargos se hagan con el poder en España, en que muchos de los que ahora nos escupen en público y en privado, nos añoraran como al buen ladrón, San Dimas. Entonces cada uno tendrá, por fin, lo que se merece.


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