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Carta a Violeta

Por Fernando J. López , 23 marzo, 2014

Pequeña…

Aún es muy pronto para que puedas leer estas líneas, pero -ya te darás cuenta de que tu tío es un impaciente- necesitaba escribírtelas hoy mismo. En esta noche en que regreso de una ciudad donde resulta imposible no tener la sensación de rozar continuamente, entre sus bulevares y rincones, ese algo tan necesario e intangible que llamamos belleza.

Sé que no puedes saber qué dicen estas letras, pero las tecleo hoy para evitar que el tiempo pueda desgastar la certeza que hoy traigo conmigo de un París que, ya lo verás, también a ti acabará seduciéndote en cuanto lo conozcas. Una verdad que, en estos tiempos grises y alienantes intentarán robarte, pero que sé que tú defenderás con ese entusiasmo que ya pones en cada pequeño gesto y que es, desde que nos alegras los días con tu presencia, marca de tu carácter.

En cuanto empieces a crecer habrá quien pretenda negarte los sueños. Quien quiera convencerte de que las utopías no tienen sentido. Quien te asegure -escudado en la razón que da el poder o, peor aún, la fuerza- que la única respuesta es el pragmatismo. El miedo. El conformismo. Te querrán persuadir de que no hay que pelear por imposibles. De que no hay Quijote que no acabe renegando de sí mismo. De que el arte es una pérdida de tiempo. Y la literatura. Y la música. Y hasta París y todo cuanto de ella hoy traigo conmigo.

Tuya será entonces la responsabilidad de decirles que no. Y podrás hacerlo porque tendrás la suerte de haber vivido -ahora, casi sin saberlo, ya lo haces- esa pasión gracias a unos padres excepcionales que te contagian esa ilusión día a día. Así que, como la mujer valiente y fuerte que vas a ser, tendrás el deber de reafirmarte en la posibilidad de los sueños. En la necesidad de la belleza. En la negación de todo lo que ponga en duda tu identidad. Todo lo que pretenda robarte la dignidad que nace de nuestra condición de seres libres. Equivocados y frágiles, sí, pero desde ese lugar que es la honestidad, o que es la duda, o que es cuanto nos hace humanos y cuanto hay quien, en su búsqueda de un mundo gris y automatizado, nos querría arrebatar.

De París, en este viaje, me traigo algo de ese mar que se ocultaba bajo los adoquines. Porque esta vez lo vi. Lo sentí allí, con fuerza, bajo mis pies. Rompiendo el asfalto y obligándome a adentrarme en un torrente de emociones que, años atrás, habría tachado de simples locuras. Sueños que son molinos. Molinos que son gigantes. Gigantes que se ahogan en ese río que es el entusiasmo. Y que es la lucha. Y que es la fe en que sí merece la pena ser distinto. Y ejercer esa diferencia desde el orgullo y la dignidad. Desde la coherencia y la beligerancia. Hasta que los gigantes se desplomen y los adoquines se rompan para que nazca el mar. Para que los sueños arriben a puertos desconocidos y se hagan reales. Inesperadamente reales.

No sé cuándo podrás leer estas líneas. Pero eso es lo de menos. Lo que espero es que, si alguna vez me devora el gris de estos tiempos inciertos, me contradigas a partir de mis propias palabras. Porque en ti, pequeña, sé que voy a tener una cómplice y una nueva conciencia. La voz de una generación a quienes intentan arrebataros el horizonte, sin saber que con vuestro arrojo lo conquistaréis hasta fundirlo -¿no oyes el oleaje?- con vuestro propio mar.

 

 

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