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CARTA A UN HÉROE

Por Óscar Hernández , 22 abril, 2015

Estimado Abel.

Hasta hace un par de días eras un desconocido. Uno más de los miles de interinos que van de aquí para allá encadenando sustituciones. Uno más de esos profesores anónimos que están sólo unos días en el instituto. Alguien que llegó, estará unos días y se marchará.

Hasta hace un par de días eras un desconocido para casi todos. Ahora, estimado Abel, eres un héroe.

Como todos los héroes, te diste a conocer en un momento de peligro, cuando los demás te necesitaban. Oíste gritos y no lo dudaste. Saliste al pasillo a ayudar. A proteger a esos alumnos a los que, estoy seguro, tenías en estima.

Ese día llegaste ilusionado. Era la segunda clase de la mañana. Un segundo de la ESO. Imagino que sobre tu mesa estaría la lista de alumnos. Otros ciento cincuenta o doscientos nombres que aprender, entre alumnos y profesores, para una sustitución de un par de semanas. ¿Era la tercera o la cuarta sustitución de este curso? No me equivocaré mucho.

La clase acababa de comenzar. Los alumnos te miraban expectantes. Eras nuevo, joven y simpático. A los nuevos os dan unos días de tregua. Y estoy convencido de que te los habías ganado. Las notas de cariño escritas por temblorosas manos adolescentes que pueblan la entrada del Instituto Joan Fuster de Barcelona estos días, así lo atestiguan. Te los habías ganado. Y ellos a ti. Saliste a defenderlos, a protegerlos. Porque el buen profesor anhela transmitir conocimientos, contagiar curiosidad y proteger y ayudar a sus alumnos. Y estoy convencido de que tú eras uno de esos.

Acababas de pasar lista. Los nombres de los más revoltosos los había memorizado desde el primer día. Siempre pasa. Los demás bailaban en tu mente. Una semana más y los habrías memorizado completamente.

Probablemente, a estas alturas del curso, tenías el libro abierto por el tema de la Edad Moderna. ¿Les habías hablado ya de Colón? ¿Llevabas unas fotocopias de un texto sobre los instrumentos de navegación? ¿Tocaba hablar de la imprenta, de Lutero, del Renacimiento?

Seguramente tenías algunas fotos de tu último viaje (a Grecia, Roma, Estambul) y algunos folletos para enseñar a tus alumnos. ¿Cómo lo sé? Porque yo hacía lo mismo. Hacía fotos en mis vacaciones pensando en mis clases. Y estoy convencido de que tú hacías lo propio. Si no fueras así, habrías cerrado aquella puerta en vez de salir a socorrer a tus compañeros, a tus pupilos.

De repente se escuchó un ruido. Un grito. Dos. A veces ocurre. Se oye jaleo en la clase de al lado. Normalmente es un pequeño altercado. Una riña. Una tontería de adolescentes. Sin embargo, cuando ibas a retomar tu explicación, otro grito colmó el aula. Todos guardaron silencio. Eso no era normal.

Probablemente dijiste a tus alumnos que se quedaran sentados. Y tú, un héroe, saliste corriendo porque alguien te necesitaba. El pasillo te mostró a tu némesis. Al némesis de todo educador, de todo alumno, de todo centro educativo. No sé si fue locura, odio, brotes psicóticos o alguna otra causa. Sólo sé que en un templo del saber, la violencia y el odio son la antítesis de todo lo que en las aulas se ha de transmitir: el respeto, la curiosidad, el compañerismo. Todo eso fue anulado por una sola persona. Te sorprendió ver en aquel muchacho de trece años odio y muerte. Te detuviste frente a él. Se volvió hacia ti y aprovechó tu única debilidad -tu afecto por los alumnos- para cogerte desprevenido.

¿Qué pensaste en aquellos instantes, Abel? ¿Qué pensaste cuando caíste al suelo y supiste que había llegado tu hora? Imagino que pensaste en los tuyos, en la gente que querías. Y estoy seguro de que pensaste en los demás alumnos. En aquellos que corrían despavoridos. Tu cuerpo tendido los protegió. Fue una barrera que seguramente impidió a tu némesis perseguirlos.

Fuiste un héroe, Abel. Un héroe y no sólo una víctima.

Tu ejemplo y memoria inspirará a los que te seguirán. Gracias.

Gràcies, company.

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