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Buenos libros malos

Por Eduardo Zeind Palafox , 5 enero, 2019

 

 
Por George Orwell 
 
Traducción: Eduardo Zeind Palafox 

No ha mucho tiempo me comisionó un editor para que redactara la introducción de la reimpresión de una novela de Leonard Merrick. Tal editor, parece, está reeditando una larga serie de menores y casi olvidadas novelas del siglo XX. Es apreciable servicio en estos días ayunos de libros, y envidio a la persona cuya labor será escrutar cajas de tres peniques para hallar copias de sus favoritos de la infancia.

El tipo de libro que raramente se produce en nuestros días, pero que floreció con riqueza en los fines del siglo XIX y en los principios del XX, es el que Chesterton denominó “buen libro malo”. Esto es, el tipo de libro sin afanes literarios que perdura legible cuando más graves producciones han declinado. Obvio es que los libros sobresalientes en tal línea son los de Raffles y los de Sherlock Holmes, que retienen sus sitios entre “novelas problemáticas”, “humanos documentos” y “terribles juicios” de esto o aquello que han sido merecidamente olvidados. ¿Se ha derruido más Conan Doyle que Meredith? Casi en similar clasificación he colocado las historias primeras de Austin Freeman –El hueso cantorEl ojo de Osiris y otras-, el Max Carrados de Ernest Bramah y, aminorando un poco la calidad, la tibetana novela de suspense de Guy Boothby, de nombre Doctor Nikola, una como escolar versión de los Viajes en Tartaria, de Hue, que probablemente haría que una real visita al centro de Asia sea funesto anticlímax.

Pero allende de las novelas de suspense hubo menores, humorísticos escritores del período. Ejemplo, Pett Ridge -admito que sus largos libros ya no son legibles-, E. Nesbit (Halladores de tesoros), George Birmingham, quien fue bueno sólo alejado de la política, y Binstead el pornográfico (“Pitcher” of the Pink`Un), y, si cabe incluir tomos americanos, las historias de Penrod hechas por Booth Tarkington. Turgente sobre todos fue Barry Pain. Algunos humorísticos escritos de Pain están, pienso, aún impresos, y a quien los halle recomiendo uno que es hoy muy raro libro: El octavo de Claudio, brillante y macabro ejercicio. Posterior en el tiempo fue Peter Blundel, quien en la vena de W. W. Jacobs redactó cosas sobre puertos de las lejanías orientales, y quien todavía parece olvidado a pesar de haber sido elogiado, impreso, por H. G. Wells.

Pero tales libros, he dicho, son con franqueza literatura “escapista”. Forman placenteros remiendos en la memoria, serenas esquinas donde la mente puede hallar singulares momentos, pero difícilmente pretenden relacionarse con la vida real. Hay otro tipo de buen libro malo, de más graves intenciones, que nos habla, pienso, de la naturaleza de la novela, de las razones de su decadencia presente. Durante los pasados cincuenta años hubo una entera serie de escritores -algunos aún escriben- que es imposible tildar de “buenos” según cualquier parámetro literario serio, pero que son naturales novelistas y que lograron ser sinceros porque no fueron inhibidos por el buen gusto. En tal clase coloco a Leonard Merrick, W. L. George, J. D. Beresford, Ernest Raymond, May Sinclair, y -en menor nivel que los demás pero esencialmente similar- a A. S. M. Hutchinson.

Muchos de tales escritores han sido prolíficos, y su producción ha sido con naturalidad cualitativamente variada. Pienso en cada caso en uno o dos libros notables: por ejemplo, Cynthia, de Merrick, o Candidato a la verdad, de J. D. Beresford, o Calibán, de W. L. George, o Laberinto combinado, de May Sinclair, yNosotros, los acusados, de Ernest Raymond. En cada uno de esos libros el autor pudo identificarse con los imaginados personajes, sentirlos y comunicar simpatía, todo con un abandonamiento que las personas inteligentes con dificultad alcanzan. Ellos sacan a la luz el hecho de que el intelecto refinado puede ser óbice para el narrador, tanto como para el comediante teatral.

Sea ejemplo Nosotros, los acusados, de Ernest Raymond -peculiarmente sórdida, convincente historia mortuoria-, probablemente fundamentada en el asunto Crippen. Creo que logra grandeza por el hecho de que el autor sólo entiende someramente el patetismo vulgar de la gente de la que escribe, por lo que no la desdeña. Tal vez, incluso -como Una tragedia americana, de Theodore Dreiser-, saca algo de la torpeza, de la minuciosa manera en que fue redactado. Hay detalles hacinados sobre detalles, casi sin labor selectiva, y en el proceso un terrible efecto, una chirriante crueldad que es lentamente elaborada. Lo mismo acaece en Candidato a la verdad, donde no hay la misma torpeza, pero sí habilidad para considerar con seriedad los problemas de la gente común. Y lo mismo con Cynthia y con la parte primera del Calibán. Gran parte de lo redactado por W. L. George fue patraña, pero en este particular libro, basado en la carrera de Northcliffe, alcanza memorables, verídicos retratos de la baja clase media londinense. Tal vez fragmentos de tal libro son autobiográficos. Una de las ventajas de los buenos escritores malos es que no se avergüenzan de redactar autobiografías. Exhibicionismo y autocompasión son el desvarío del novelista, que si mucho los teme afectan su don creador.

La existencia de la buena literatura mala -el hecho de que podamos amenizarnos, excitarnos o conmovernos con un libro que el intelecto con simpleza no admite que sea serio- nos recuerda que el arte no es lo mismo que intelección. Imagino que por cualquier prueba que se pueda concebir Carlyle parecerá más inteligente que Trollope. Mas Trollope aún es legible y Carlyle ya no, quien con tanta inteligencia no pudo ingeniárselas para redactar en llano, honrado inglés. En los novelistas, y hasta en los poetas, la conexión entre intelecto y poder creador se determina con dificultad. El buen novelista puede ser prodigiosamente autodisciplinado, como Flaubert, o abigarrado intelectual, como Dickens. Talento bastante para enarbolar doce ordinarios escritores se ha regado en las llamadas novelas de Wyndham Lewis, como Tarr o Baronet presuntuoso. Con todo, sería muy tediosa labor leer completamente tales libros. Una indescifrable cualidad, una suerte de quid literario que incluso existe en libros como Si llega el invierno, está ausente en ellos.

Tal vez el supremo ejemplo de “buen mal” libro es La cabaña del tío Tom, ese inocentemente risible tomo lleno de absurdos y melodramáticos hechos y también profundamente emotivo y esencialmente verídico. Arduo es determinar qué cualidad es superior a las demás. Mas La cabaña del tío Tom, con todo, trata de ser grave, de tratar el real mundo. ¿Qué afirmar con franqueza de los escapistas escritores, proveedores de suspenso y de humor blanco? ¿Qué de Sherlock Holmes, ViceversaDrácula, de Los bebés de Helen y de Las minas salomónicas? Todos ellos son completamente libros absurdos, libros que nos inclinan a burlarnos de ellos, no con ellos, y que con dificultad fueron tenidos por serios por sus propios autores. Con todo, sobrevivieron y es probable que aún lo hagan. Podemos afirmar que en tanto la civilización permanezca y necesitemos amenidades de tiempo y en tiempo, la “ligera” literatura ostentará señalado sitio, y que la pura habilidad, la gracia nativa, posee valor más perdurable que la erudición o el poder intelectual. Hay canciones de teatro que son mejores poemas que las tres cuartas partes de lo insertado en las antologías:

Ven adonde el vino es barato. 

Ven adonde el tarro tiene más. 

Ven adonde el patrón es algo gentil. 

Ve al bar de al lado. 

Y otra vez:

Dos amables negros ojos. 

¡Oh, qué sorpresa! 

Sólo son para llamar a alguno “errado”. 

¡Dos amables negros ojos! 

Mucho más querría haber redactado alguno de esos dos que, digamos, la Dama bendita o Amor en el Valle. Del mismo modo sostengo que La cabaña del tío Tom vivirá más que la entera obra de Virginia Woolf y George Moore, aunque sé que ningún estricto parámetro literario mostraría dónde yace su superioridad.-

Tribune, noviembre de 1945


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