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Belchite, un certero golpe de realidad

Por Paloma Aparicio , 30 enero, 2014

Más allá de las psicofonías y los supuestos fenómenos paranormales por los que Belchite ha adquirido fama reciente, cualquier ciudadano de a pie debería pasear por los vestigios del pueblo zaragozano al menos una vez en la vida.

Porque no existe golpe de realidad más certero que la observación detenida de sus ruinas. Porque es imposible no sentir nada al caminar cerca de los muros desvencijados de lo que otrora fueron casas, tiendas o iglesias.

Belchite se convirtió en desgraciado protagonista de la guerra civil española al albergar entre el 24 de agosto y el 6 de septiembre de 1937 una de las batallas más cruentas de la contienda. Las víctimas mortales se contaron por miles y la plaza, que finalmente fue tomada por el ejército republicano, quedó arrasada. En 1938, el bando nacional, que tras la difícil primera batalla había adoptado Belchite como un símbolo, se hizo de nuevo con la localidad en otros tres días de horror (del 9 al 11 de marzo). Cuando terminó el conflicto bélico, el régimen de Francisco Franco optó por construir un nuevo pueblo junto al devastado, cuyos restos acabaron viéndose sometidos a la despreocupación institucional, el vandalismo y el inexorable paso del tiempo.

Hace apenas unos años y para paliar el deterioro de las ruinas, así como para garantizar la seguridad de las miles de personas que por su cuenta visitaban Belchite Viejo cada año, el Ayuntamiento decidió clausurar el recinto y establecer visitas guiadas, tanto diurnas como nocturnas:  www.belchiteturismo.com. Todo un acierto, ya que los guías que se encargan de realizarlas ofrecen explicaciones amenas y muy interesantes, y aportan la necesaria visión personal de los habitantes del pueblo, tanto de los que vivieron el drama como de sus descendientes.

El catártico viaje comienza en el Arco de la Villa, donde se ubica el llamado Centro de la Paz, un espacio para el recuerdo, en el que se da buena cuenta del pasado de Belchite.

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Nada más traspasar esta puerta, posible entrada principal a la antigua población, nos damos de bruces con una estampa sobrecogedora, tan impactante, que nos hace entender al instante que no vamos a salir indemnes de nuestra inmersión en la historia.

 

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Y la prueba más fehaciente de esta impresión inicial pronto la encontramos en las ruinas de la iglesia de San Martín de Tours. No hace falta ser especialmente empático ni sensitivo para que emocione el silencio de sus muros, para que nuestra mente evoque imágenes llenas de fuerza de lo que pudo ser y la barbarie no permitió que fuera.

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Y no podemos olvidar, por supuesto, el convento de San Agustín, que se alza altivo y monumental, en medio de la desolación.

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Testigo mudo del dolor y la muerte, paradójicamente el adjetivo que mejor define al pueblo de Belchite es “vivo”. Porque logra inyectar en quien se aproxima a sus calles una necesidad imperiosa de vivir, de disfrutar de cada momento, de agarrarse con energía a todo aquello que nos hace felices. Y porque, creamos o no, las miles de almas que pululan por sus rincones intentan evitar por todos los medios que su mensaje, ese “nada de lo aquí vivido debe volver a repetirse”, quede desdibujado. Una lucha que esta vez sí merece la pena.

 Fotografías: José Carlos Bernardos.

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