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Anarquía para combatir el verano

Por Mario S. Arsenal , 5 agosto, 2014

Desde que las vacaciones han dejado de ser tiempo y se han convertido en espacio, esto es: fuente inagotable de un terrorismo democrático en el que airear todo tipo de crueldades, tales como unos pies maltrechos posando en la orilla de una playa de Orihuela hasta esa paella en casa de la abuela que nunca quisimos ver, o pasando por la foto en pareja delante de una pagoda indonesia, no encuentro mejor momento que este para recomendarles una lectura reaccionaria, malévola y necesaria que combata este uso sospechoso del concepto vacacional y las redes sociales.

También yo me fui de vacaciones, aquí no hay dios que se salve del trance, pero procuro no darle mucha importancia. Tres días en mitad de las lomas del Alto Tajo, una buena juerga con los amigos y releer Rinconete y Cortadillo, eso es todo. La condescendencia y la solidaridad hacia los demás, en este caso y por mucho que parezca una villanía, también empieza en uno mismo.

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Aprovecho por tanto ya no sólo para recomendarles esa lectura, sino para hablarles de algo más. Hace pocas semanas, La Felguera publicaba El catecismo revolucionario, firmado por el antiabanderado del anarquismo Mijaíl Bakunin y un joven nihilista irascible llamado Sergéi Nechayev. Se trata, como bien indica el subtítulo (Reglas en las que debe inspirarse el revolucionario) de un libelo de carácter decalogista en el que, además de pautas y premisas, hay una pretendida instrumentalización de la conciencia. La historia en la que se fraguó es algo fascinante, pero como no estoy dispuesto a parafrasear el nutrido prólogo de Alberto Eiriz y Servando Rocha, deberán hacerse con uno para disfrutarlo en toda su complejidad si así lo desean. Con todo, el contexto no nos es ajeno. Corren las navidades de 1869 cuando un estudiante de la Escuela de Agricultura de Moscú, Iván Ivanovich Ivanov, muere a manos de una sociedad secreta llamada «La Justicia del Pueblo» [Naródnaya Rasprava]. En cuatro días ya se sabía que el líder de dicha sociedad, Sergéi Nechayev, estaba detrás del terrorífico asesinato, pero no sólo eso, sino que además diversos medios de comunicación, y sobre todo los marxistas, infirieron que detrás del escándalo se escondía Mijaíl Bakunin. Esto dobló la magnitud del crimen y extendió el pánico por toda Rusia, pero volvamos al principio.

Seguramente si el libro no hubiera venido firmado por Bakunin, muy pocos sabrían, como tampoco en su momento, quién era Nechayev. Su vida fue tan extraña, fabulosa y enigmática que hasta el mismo Valle-Inclán lo retrató en Baza de Espadas (1932), Albert Camus llegó a escribir sobre él en El hombre rebelde (1951) y Carr lo llamó «el primer terrorista». Es aquí donde entra nuestro coprotagonista, Dostoievski, cuya arraigada probidad y religiosa bonhomía lo empujaron a escribir Los demonios (1870-1871), una novela por entregas en la que el literato expresó su profunda repulsa por las ideas que ambos, tanto Bakunin como Nechayev, representaban. Éste llega a Moscú con apenas 18 años y al año siguiente se traslada a San Petersburgo. Allí conoce el sentido de las revoluciones y se embebe del ambiente contestatario, además de presenciar el fallido atentado contra la vida del zar Alejandro II que lo marcará para el resto de su vida.

Sergéi Nechayev / Fuente: Navarth http://navarth.blogspot.com.es/2012_07_01_archive.html

Sergéi Nechayev / Fuente: Navarth

Dostoievski veía en Nechayev la encarnación del mal y la destrucción, un ser incontenible capaz de derribar las convenciones vinculadas celosamente a la tradición rusa y un baluarte del europeísmo y la occidentalización más aberrante. Por eso la denominación de nihilistas no agradaba de ningún modo al maestro, eran ajenos a Rusia. También otro gran literato había escrito años atrás sobre ellos, Iván Turguénev, publicando en 1862 Padres e hijos y haciendo un esbozo de esos locos muchachos que debatían sobre la hegemonía del poder y la eliminación de las clases sociales como estamentos feudales al servicio del mismo. Eran jóvenes excéntricos que, a base de persistir, habían logrado hacerse eco de su malestar, vestían de manera heterodoxa, fumaban continuamente y sus modales distaban mucho de ser correctos. Evidentemente la visión de Turguénev no fue la de Dostoievski. Éste arremetió contra ellos y aquel ofreció un lienzo más o menos amable de su irrupción. Tanto fue así, que Bazarov, el protagonista de la novela, coadyuvó en cierto modo la codificación de la ruda actitud nihilista y antisentimental, lo que le costó a Turguénev el ataque indiscriminado de todos los grupos políticos.

El caso es que Nechayev acude a Ginebra a ver a Bakunin y éste quedó embelesado por la fuerza y la energía del joven reaccionario. Una vez habiéndose ganado la confianza del máximo representante del anarquismo, todo va como la seda: le pone en contacto con su círculo de amistades y lo incorpora a su plan de acción. Aquí es donde empieza la historia. Nechayev urde una trama digna de un guión cinematográfico y engaña a todo aquel que se cruza en su camino por la consecución de un programa político de puro suyo. «Si Dios no existe, todo está permitido», escribirá Dostoievski en Los demonios. En efecto, Nechayev era un ateo confeso y se saltó todas las reglas de la guerra limpia con el objetivo de poner en marcha un sistema terrorífico con el que pretendía abanderar (este sí) una revolución, la definitiva, pero para ello eran necesarias demasiadas tretas, y muy peligrosas, lo que, en este mundo tal y como lo conocemos, está llamado a fracasar. Pero la energía siguió encandilando a Bakunin y su confianza ciega en el muchacho lo llevó a desestimar los consejos y advertencias de sus propios colegas. Finalmente, todo salió a la luz, sin embargo el mal ya estaba hecho.

Nechayev se inventó la «Alianza Revolucionaria Europea», un grupo revolucionario al que llegó a incorporar un Comité Central. Todo era mentira. Huyó no sin antes robar algunos documentos personales que comprometían a Bakunin y a los Herzen en caso de que la policía lo detuviera; de ese modo, no podían delatarle. Usurpó una cuantiosa parte del fondo revolucionario Bakhmetiev bajo el pretexto del Comité ficticio cuando en realidad fue utilizado en beneficio propio. En nombre de «La Voluntad del Pueblo» [Naródnaya Volya], auténtica heredera de la peligrosa «Justicia del Pueblo», había amenazado incluso al agente del editor de la obra de Marx, del que Bakunin estaba traduciendo El Capital, para que cesara en su proceso de traducción si no quería ver un reguero de sangre con su cabeza, y todo ello, unido a la campaña difamatoria que se llevó a cabo contra el propio Bakunin, terminó por desestabilizar la relación entre ambos y la credibilidad de Nechayev en Rusia. El texto recoge también la extensa carta que Bakunin le envió desde Locarno declarándole su ultimátum como persona y como revolucionario: «Significa que toda su acción estaba empapada, podrida por la mentira y basada en la nada.» La amistad había terminado.

Fuente: La Felguera http://www.lafelguera.net/web/Una-navaja-con-la-inscripcion-El.html

Fuente: La Felguera

Pero ¿por qué tanto revuelo por un muchacho de provincias venido a más? El catecismo revolucionario fue el preludio del fin y Nechayev no se saltó ni un punto del dogma. Así lo debió pensar Bakunin cuando enumeró las traiciones de aquel joven deslumbrante y enérgico. El panfleto en sí mismo no representaba una amenaza real de desestabilización, es decir, a pesar de algunos puntos realmente radicales, no fue stricto sensu la declaración violenta de nada, tan sólo era un decálogo rabioso y desgarrador, pero como lo fueron otros tantos programas de sociedades secretas revolucionarias como «Infierno», «Los Trogloditas» o el «Grupo Revolucionario Populista del Norte»; lo que se temía en este caso era al propio Nechayev y sus ojos ahogados en fuego: precisamente lo mismo que seduciría a Bakunin. Entonces ¿de qué habla El catecismo revolucionario?

Es ante todo un manifiesto de dejación y abandono por una causa considerada superior y por la que se estimaba necesario morir llegado el momento. Es una declaración de maldad y de tajante intolerabilidad de un sistema jerárquico de poder que, por sí sólo, está destinado a la destrucción. Es la materialización de la aniquilación por la aniquilación. Derruir para crear. Es un mensaje apostólico vestido de ateísmo y mucha mala leche. Pero es un programa que, pese a sus 150 años de edad, todavía hoy nos resulta trágicamente familiar.

Mientras Bakunin proponía la organización y el alzamiento contra el poder, lo que él mismo llamó Anarquía Socialista Revolucionaria, defendiendo la inmersión de pequeños grupos secretos (concienciados de las ideas revolucionarias más importantes) que dirigieran, sin poder fáctico, el camino de la muchedumbre, Nechayev plantaba sobre la mesa un sistema organizativo comandado por el despiadado método del terror. El malentendido sobre quién redactó El catecismo revolucionario trajo cola y hasta la carta de Bakunin no se supo que él no había intervenido de manera directa en el texto. En cualquier caso, eso no pudo salvarle de la definitiva expulsión de la Internacional celebrada en Ginebra. Espíritu y corazón fueron palabras que Nechayev no contemplaba y que, sin embargo, Bakunin amamantó. «La meta de la Asociación es la emancipación total y la felicidad del pueblo», decía una de las premisas. Pero también había otras: «Un combate a muerte […] sin tregua ni gracia», o «Debe parecer totalmente diferente a como es realmente». Debemos imaginarnos al pobre Bakunin humillado como el más ingenuo entre los ingenuos cuando escribió estas palabras al pensar en aquel joven: «Quienes quieran imponer al pueblo su propio programa se ponen del lado de los tontos» o esta otra: «Todo poder, sea cual sea el nombre que se le pone, inevitablemente impondrá al pueblo su antigua servidumbre bajo una nueva forma». Así podría resumirse la noble intención del «príncipe de la bandera negra» que en nada entroncaba con su fallido discípulo. Nechayev finalmente fue capturado, encarcelado y condenado, pero murió presa del escorbuto el 21 de noviembre de 1882, justamente el mismo día del asesinato de Ivanov en Moscú trece años antes.

Bakunin retratado por Gaspard-Félix Tournachon / The New York Public Library

Mijaíl Bakunin / Gaspard-Félix Tournachon (The New York Public Library)

Ahora bien, si retomamos el conflicto de Dostoievski, cuya pataleta ya no sólo aludía a un proyecto lamentable y descontextualizado de todo orden o concierto sino al problema generacional, es decir, al nihilismo europeo propiamente dicho, tal vez, en el último de los casos, es plausible que Bakunin sintiera la completa desilusión de que aquel joven carecía del arraigo de ciertos valores, también para un anarquista, fundamentales. ¿Hablamos entonces de un conflicto soterrado de carácter nacionalista, o de un problema entre lo viejo y lo nuevo? Quién sabe. Sólo las pasiones provocan los milagros.

Después de haberlo leído tengo la profunda sensación de que, en el acierto o en el fracaso, y tal como decía Bakunin en esa famosa carta, «donde hay guerra, hay política, y ahí se impone la violencia, la astucia y la manipulación.» Ya ven, todo sigue estando a la orden del día, en el tiempo y en el espacio.

 

Mario S. Arsenal

@Mario_Colleoni


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