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Al borde de un abismo

Por Silvia Pato , 5 noviembre, 2014

Cuando uno toma conciencia de la fugacidad de la vida, cuando algún suceso acude a hacer temblar los cimientos de nuestras rutinas, la fragilidad que nos caracteriza resulta tan palpable que uno se siente caminar al borde de un abismo.

Es en ese instante cuando mira a su alrededor y la perplejidad le sobrecoge, como un soplo de viento helado que se cuela entre las ropas para erizar el vello de su nuca. ¿Qué descubre entonces? Seguramente, la inmensidad de esta Mecanópolis que habitamos, el cemento de la gran ciudad, las máquinas que nos rodean y sustituyen por doquier, y el ruido.

Ese constante y monótono ruido ensoredecedor, como la canción que un flautista de Hamelín en el siglo XXI susurra a los adultos para que olviden que fueron niños, para que desprecien los juegos, las risas, las flores y el tiempo invertido en actividades que no proporcionan recompensas materiales pero que resultan imprescindibles para el bienestar interior. Bajo esa música, continúan en el adormecimiento de los convencionalismos, de los intereses, de la presión social, del poder económico, de la falsa seguridad que propician las dependencias tecnológicas y la lucha por conservar una eterna juventud. Pero cuando sucede algo que, de pronto, hace que uno tome conciencia de la fugacidad de la vida, la música cesa.

Por el movimiento que sigue fluyendo alrededor, uno sabe que continúa el estruendo. Sin embargo, ya no puede oírlo, se siente fuera de todo ello, como un espectador de una de aquellas películas mudas en blanco y negro. De repente, todo resulta absurdo. Lo que antes parecía importante, deja de serlo. Complacer a los otros se convierte en una cuestión de locos cuando uno ha olvidado que, sin hacer daño a nadie, a quien ha de ser fiel, por propia honestidad, es a uno mismo.

En ese momento, uno lamenta el tiempo perdido en aras de otras cosas que inconscientemente este loco mundo impuso con sus compases y sus miedos; uno lamenta las oportunidades perdidas, las ocasiones no aprovechadas, la valentía no apresada de una palabra o un gesto, y tiene miedo de no hacer acopio de valor para ser capaz de actuar de nuevo, con la lección aprendida, con lo que ahora sabe, más sabio y sereno.

Es entonces cuando uno mira a su alrededor y se pregunta, en medio del silencio, antes de que la melodía vuelva a embobarlo de nuevo: ¿Y si todavía estoy a tiempo?

Algunos echarán a andar, cogerán el teléfono para hacer esa llamada que han estado posponiendo o actuarán tal y como su conciencia les dice que tienen que hacer, sin excusas, sin importar el que dirán, el pasado o el tiempo, y habrán aprendido la lección más importante que la desgracia nos enseña en esta vida. Volverán a oír al flautista, siempre presente en la sociedad en la que vivimos, pero su música no les hipnotizará, volviendo a escucharse a sí mismos. Sin embargo, otros agitarán la cabeza y se adentrarán en la muchedumbre, buscando ensordecer sus latidos, aumentando el sonido a su alrededor para no oír su voz interior. Y todos, antes o después, porque esos instantes son lo que llaman «ley de vida», hemos de escoger a qué grupo pertenecer, por más difícil que sea no formar parte del que elige todo el mundo.

Cuando uno tiene conciencia de la fugacidad de la vida es cuando aprende a valorar cada segundo de su existencia, cuando sabe que ese y no otro es el mayor regalo que podemos hacer a los que nos importan, cuando puede desplegar las alas y ser realmente quien desea ser.

El tiempo es irrecuperable.

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