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África. Mea culpa

Por Miguel Angel Montanaro , 21 febrero, 2014

Anteayer hemos descubierto en nuestra cada día menos acomodada pero más burguesa sociedad, que los negritos del África tropical ya no cantan la canción del Cola Cao.
A los pobres –y esto no es humor negro, valga por desgracia la ironía–, les da por ahogarse en nuestras playas y no están para cantarnos nada a los blancos.

Desde nuestro sofá, hemos decidido que la culpa de sus ahogamientos es de la Guardia Civil, porque los contribuyentes siempre buscamos a un chivo expiatorio a quien responsabilizar de nuestra mala conciencia.
No nos engañemos, para eso los y les pagamos.
¿Se ahogan los desdichados inmigrantes ilegales tratando de alcanzar la costa española? No. Sugieren algunos activistas de la tecla, que los mata la Guardia Civil a pelotazos, porque sospechan que la Benemérita es así, en abstracto, muy mala.

De hecho, a los 30.000 subsaharianos que esperan para dar el salto desde Marruecos, Mauritania y otros infiernos hacia esta Europa podrida del sálvese quien pueda y del autismo social, no les mata el hambre provocada por los gobiernos títeres que instalamos en África desde la City londinense o desde alguna civilizada y europea metrópoli con más oficinas bancarias en sus calles que papeleras en sus aceras, o por qué no, desde una fría oficina washingtoniana.
¿Cómo podríamos pensar tal disparate?

A esos futuros reos de muerte que le han vendido el alma a la mafia de turno –porque tienen la mala costumbre de comer alguna vez al día–, tampoco les quita la vida una Europa injusta y colonialista que trazó las fronteras africanas hace siglos con escuadra y cartabón, para repartirse la riqueza generada por la mano de obra de los esclavos y las minas de oro y diamantes, los yacimientos de gas, fosfatos y petróleo; la explotación indiscriminada de las maderas nobles, e incluso, la rapiña del marfil de los colmillos de los elefantes. No. Según los que están libres de pecado, a esa carne de cañón de las relaciones Norte–Sur, les asesinan los de verde, que no nos engañemos, dan el perfil en la tramposa rueda de reconocimiento en la que les hemos ordenado aparecer justo antes de escaquearnos de nuestras responsabilidades humanitarias; y si no es así, recuerden –y no estoy haciendo una broma con este asunto–, el chiste del fulano al que le sobrevenía una irracional mala leche nada más encasquetarse un tricornio.

Como les decía, a esas miles de inocentes miradas acusadoras, engarzadas en unos cuerpos famélicos y extenuados, tampoco les mata nuestra indiferencia, ni nuestra pasajera indignación de telediario, masticada entre el opíparo menú y el aromático café del postre –que también nos lo traemos de África por cuatro céntimos–. No. A todos estos infelices africanos que han tenido la mala suerte de tenernos primero por amos, y después por vecinos gorrones, les mata la Guardia Civil –siempre según nuestra particular ética biodegradable–; al fin y al cabo, los guardias sólo son otros pobres mandaos que tampoco se pueden defender de nuestra miseria moral y de nuestra cobardía.


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