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Abogados del diablo

Por Rafael García del Valle , 24 mayo, 2014

Lo normal en ciertas conversaciones “intelectuales” sobre fútbol es que se apele a cualquier cosa menos a lo intelectual: la fragancia sentimental que emite el fútbol porque deriva de una pasión romántica cultivada desde la más tierna infancia, las tardes agarrados de la mano de papá camino del partido, el sentimiento de comunidad y fraternidad, la unión de todos en un proyecto «ilusionante» y, en definitiva, otros asuntos vinculados a un sentimentalismo populista.

Sólo la llamada a los instintos más primarios e irresistibles del ser humano puede explicar por qué existen defensores de un fenómeno de control incluso entre intelectuales cuyos libros exceden con creces a la media en la inclusión de la palabra «libertad».

Y no falta razón para ello. Pues qué otra cosa, si no, es un sistema de control amado por todos que aquél que apela a la irracionalidad emocional más básica y superficial para descomponer el pensamiento crítico y destrozar las auténticas cualidades que permiten el desarrollo humano.

En la introducción a El cine y la música, Adorno establece una clara diferencia entre cultura popular y cultura de masas. Mientras que la primera se sustenta en el arte espontáneo que surge de las costumbres y aficiones naturales del pueblo, la segunda es difundida por el poder establecido –ya sea un poder social, económico o político—:

En la era industrial avanzada, las masas no tienen más remedio que desahogarse y reponerse como parte de la necesidad de regenerar las energías para el trabajo que consumieron en el alienante proceso productivo. Esta es la única “base de masas” de la cultura de masas. En ella se cimenta la poderosa industria del entretenimiento que siempre crea, satisface y reproduce nuevas necesidades.

Así que es necesario creer que estamos ante un fenómeno nacido de lo más profundo, de eso que nos convierte en seres humanos, darle la importancia que se merece porque forma parte de una cultura heredada de padres a hijos. Eso, al parecer, lo legitima. Pero, en realidad, lo único que se legitima es la necedad que se hereda.

Y que tiene un origen. Hay quienes lo achacan a eso de cuando los obreros luchaban y el pueblo conquistó grandes territorios de libertad al hacerse con más horas de ocio y esparcimiento y disfrute y que así el proletariado conseguía avanzar en su camino hacia la libertad y bla bla bla…

Pero una cosa es conquistar el tiempo libre y otra muy diferente es qué hacer con ese tiempo libre, hasta el punto de que el tiempo libre se convierta en sometimiento voluntario como complemento al trabajo en cuanto que sometimiento obligatorio. Así, hay quienes lo interpretan de una manera menos sensiblera:

Para los patrones, con una actitud paternalista, recuperar la actividad física de los obreros para desviarla hacia su propio beneficio se convirtió rápidamente una gran preocupación, especialmente en la gran industria. El mismo barón Pierre de Coubertin estaba angustiado por la idea de un “deporte socialista”. Por lo tanto, el deporte se transformó una de las principales herramientas disponibles para restablecer la sumisión al orden establecido. Es así que los patrones crearon clubes donde los trabajadores fueron invitados a participar. Los clubes de las minas en Inglaterra, por ejemplo, permitían estimular el espíritu de competencia entre los trabajadores, evitar discusiones políticas y contribuyó a romper huelgas desde el inicio. Con este mismo espíritu, los patrones en Francia desarrollaron clubes, como el de ciclismo de las empresas de Lyon (1886), el de fútbol de Bon Marché (1887), el Omnisport Club de las fábricas de automóviles de Panhard-Levassor (1909). Está también el caso de Peugeot, en Sochaux, en Clermont-Ferrand con el Stade Michelin (1911), etc.: clubes destinados al control social, una forma de espiar a los trabajadores. Tomemos por ejemplo al director de las minas de Saint-Gobain: “… quien escribía en los registros de su compañía quién estaba presente, las actitudes durante la gimnasia y las opiniones políticas”. En el mismo espíritu, el fundador del Racing Club de París en 1897, Georges de Saint Clair, pensaba que era importante mantener ocupados en los deportes a los jóvenes en lugar de “…dejarlos ir a las tabernas, donde se ocupan de política y en fomentar huelgas”.

El deporte en el capitalismo«)

Frente al texto citado, por su parte, hay quienes defienden el ocio de masas como aspecto de unión, así como de globalización de las oportunidades; es así que la misma época puede ser vista con entusiasmo y envidiable optimismo:

El tiempo libre que dejaba el trabajo permitía dedicar el domingo a actividades de ocio. Así se explica la inauguración ya citada del Stadium Metropolitano el 13 de mayo de 1923. La nueva instalación era un ejemplo de las nuevas tendencias urbanísticas que dominaban en la ciudad, uniendo transportes, viviendas y espectáculos. Su origen hay que buscarlo unos años antes. El 17 de octubre de 1919, se había inaugurado la primera línea de metro con el trayecto Sol- Cuatro Caminos. La empresa constructora era la Compañía Metropolitano Alfonso XIII. Como la entidad no conseguía amortizar la inversión con la venta de billetes, logró la concesión para construir viviendas en la Avenida de Reina Victoria, aledaña a Cuatro Caminos. Se constituyó la Compañía Urbanizadora Metropolitana que levantó el gran campo de deportes, con suelo de hierba, al final de dicha vía. Su vinculación con la sociedad constructora del suburbano es la que explica su denominación de Stadium Metropolitano. El nuevo coliseo serviría para aumentar los ingresos de una empresa que diversificaba cada vez más sus actividades y que ahora entraba en el sector del ocio de masas.

El Real Madrid y el origen del fútbol como espectáculo de masas«)

En su novela Un mundo feliz, Aldous Huxley imagina una sociedad donde, entre otras cosas, se prohíbe el amor por la naturaleza, puesto que contemplar paisajes aún es gratuito y no aporta nada útil al entramado social de producción, y donde se obliga a las masas a gustar de deportes que exijan algún gasto, bien sea por tener que comprar utensilios para su práctica o bien sea porque se hace necesario el uso de medios de transporte para ir a las zonas de juego.

Qué cosas se le ocurrían a este Huxley…

Huxley no sólo las veía venir con la conversión de la sociedad en un conjunto de pseudo-humanos utilitarios, sino que también supo atisbar la felicidad que a tales pseudo-humanos proporcionaría una esclavitud que los liberara de pensar y de preocuparse por darle un sentido profundo a sus vidas. Estos pseudo-humanos son los que constituyen la «masa».

Usaremos aquí el término «masa» en el contexto que le diera Ortega y Gasset.  Así, “masa” será todo aquel que, sabiéndose vulgar, no se angustia al reconocerse idéntico a los demás; no tiene curiosidad por saber más, carece de proyectos personales y se deja llevar por la corriente social; su psicología es la del niño mimado, preocupado sólo por su bienestar e ingrato con las causas del mismo; su forma de vida no acepta supeditarse a moral alguna.

Para que prospere un sistema como el actual, basado en potenciar y legitimar los instintos más primarios del ser humano, se requiere más que nunca una masa idiota, descreída y sin valores morales.

Espectáculo de masas

Dice Juan José Sebreli en su libro La era del fútbol que:

Quienes sólo ven en el deporte lo que efectivamente es, una poderosa industria, un medio de conseguir fabulosas ganancias, supieron aprovechar la publicidad gratuita de los candorosos populistas empeñados en mostrar el fútbol como cultura, para sacar mayores ventajas económicas de su negocio.

[…]

El hincha tiene una necesidad alienada de algo que, por no habérsele dado aún otra denominación seguimos llamando “cultura”, “conocimiento”, y que en realidad no es sino algo de qué hablar. […] lejos de ser perezoso, el fanatismo futbolístico exige un esfuerzo y una voluntad considerable, casi tanto como haría falta para ocuparse de estética, de economía política, de filosofía o de historia de las civilizaciones. Pero precisamente ese esfuerzo se hace como una forma de defensa contra todo tipo de indagación que busque una respuesta a los problemas del hombre, es al fin una forma de adiestramiento para alejarse de sí mismo, para no dudar, no criticar, no discutir, no pensar.

El populismo idealiza a las masas con el único fin de adularlas y mantenerlas en la conciencia más elemental. En lugar de promover que esa conciencia se eleve hasta las formas más complejas de cultura, el populismo vacía la cultura y la convierte en un consumo más de las masas. Siguiendo con Sebreli:

Puede hablarse del fútbol como un juego, como una actividad libre, como una forma de comunicación interhumana, en tanto es practicado por muchachos de barrio, en un terreno baldío, con pasto, flores silvestres y fondo de cielo. Cuando la zona agreste, con cierto aire de paisaje romántico, se transforma en el estado de cemento, un lugar significativamente parecido a un campo de concentración –con alambrados de espino, púa, focos, altoparlantes, guardianes armados, perros de policía, carros hidrantes, gases lacrimógenos, y coches celulares—, el juego liberador se ha transformado en el deporte represivo.

He aquí la clave. La conversión del deporte no en una práctica, sino en una actitud pasiva más que añadir a la larga lista del ocio vacío con que la gente intenta olvidar que está viva. Al tiempo que el aficionado apenas encuentra tiempo para tocar una pelota, se convierte en espectador pasivo durante largas horas, proyectándose en el jugador profesional que, así, adquiere categoría de ídolo.

De este modo, el hincha niega simbólicamente la impotencia, la imposibilidad de actuar a que lo somete la sociedad y se satisface con las acciones ajenas. […] La transformación de la actividad de las masas en la mera contemplación pasiva del espectáculo organizado por grandes corporaciones, ha sido analizada por Guy Debord. “Toda la vida de las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción –afirmaba—se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente se aleja ahora en una representación».

Y mientras se insiste en el fútbol como deporte “democrático”, lo único que aquí se democratiza es una animalización que es compartida durante el tiempo que dura el partido y la banalización de las conversaciones.

El deporte en el sentido de espectáculo de masas –decía Lewis Mumford—sólo aparece cuando una población ha sido ejercitada, regimentada y deprimida a tal punto que necesita cuanto menos una participación por delegación en las proezas donde se requiere fuerza, habilidad, heroísmo, a fin de que no decaiga por completo su desfalleciente sentido de la vida.

Si el espectáculo de masas acabó con el juego individual, la industrialización sofocó el espectáculo y lo terminó convirtiendo en una parodia de sí mismo. La alienación aquí es total, ya que el aficionado se apasiona por el fabuloso negocio de su club preferido, del que él por supuesto no recibirá ningún beneficio, ni siquiera en el caso de ser socio.

La afición por el arte del juego desaparece cada vez más, subordinándose al interés por el mero resultado, el “resultadismo”, y coincidiendo, de ese modo, con las necesidades económicas de las instituciones deportivas. El atractivo por el juego propiamente dicho queda reducido a una absurda manía por conocer el resultado, una mera cantidad en la tabla de posiciones. Una competencia simbólica en una sociedad de competencia real.

El interés por el espectáculo en sí desparece y sólo queda el debate en torno a los comentarios en la prensa y la charla con otros aficionados. Esta incapacidad crónica para participar es equivalente a la interpretación que hace Slavoj Zizek de las comedias de televisión con risas enlatadas. El espectador se sienta, cansado de la rutina del día, y contempla una serie donde ya ni siquiera tiene que decidir lo que le hace gracia o no. Simplemente, escucha las risas y se deja llevar por ellas…

El ocio como fenómeno opresivo

Sebreli considera que el fútbol es un instrumento compensatorio del trabajo alienado. Su objetivo es disfrazar el vacío e impedir que el individuo se enfrente al sinsentido que es su vida.

Los industriales del consumo extraen beneficios del aburrimiento, una de las peores plagas de la sociedad actual, llenando con sus burdos productos, entre ellos el fútbol, el tiempo vacío de las masas; pero las diversiones que proponen, por ser inactivas y no creadoras, provocan más aburrimiento aún, y exigen en forma acuciante más novedades, y más excitantes, lo que lleva a agregar al espectáculo deportivo el estímulo de la violencia.

El ocio es parte del sistema opresivo, otra actividad productiva en cuanto que es igualmente alienante y preparatoria para soportar las insatisfacciones de la actividad laboral; “no sólo se explota el trabajo asalariado, sino también su ocio, manipulando sus deseos, excitándolos mediante la publicidad, organizando y administrando su aparente satisfacción y quedándose con las ganancias”.

El ocio es la manera de completar el círculo de la mentira que es el sistema consumista: el trabajador otorga con beneplácito su libertad a cambio de un dinero que no le pertenece, pues sólo tiene valor en tanto que permite comprar subsistencia y ocio. Sin éste último, su pensamiento crítico aún podría estar activo para darse cuenta del engaño. Pero, efectivamente, el ocio de hoy es el opio que adormece al pueblo.

Por otra parte, la comunicación emocional que se produce en el fútbol sirve para ocultar un mundo donde las tensiones sociales dividen brutalmente a los hombres. La mezcla indiscriminada de clases en el estadio enmascara la lucha social y entusiasma a los apologistas de la unión sagrada, no hay más patronos ni obreros, ni dirigentes ni dirigidos, sólo hay partidarios de Boca o de River. “¿Ustedes qué son? ¿Hinchas de Boca? –dice un personaje de Bernardo Verbitsky—. Son obreros, artesanos. Es el otro bando, el que quiere que ustedes sólo sean hinchas de Boca.

Como se establece en las conclusiones del estudio realizado por Adorno y otros colaboradores acerca de La personalidad autoritaria, publicado en 1969:

…existe una gran evidencia de que la gente con mayores dificultades para enfrentarse a sí misma, tiene también la mayor incapacidad para comprender el funcionamiento del mundo. La resistencia a la observación de uno mismo y la resistencia a comprender los hechos sociales son, en realidad, la misma cosa.

Lo dicho, «adiestramiento para alejarse de sí mismo, para no dudar, no criticar, no discutir, no pensar»… para soñarse libres y vivos en una existencia estéril. Para, con la sonrisa sobrecogedora que nace de la ignorancia o el cinismo, escarbar en tierras baldías.

La distracción constante lleva a la esclavitud, a depender de impulsos externos y confundirlos con auténticas motivaciones internas. Las decisiones individuales han sido definitivamente domesticadas por las estrategias de mercado.

El éxito del sistema de consumo es que los oprimidos colaboran con entusiasmo en la opresión, generando el ocio necesario para retrasar la hora en que uno ha de cruzar esa frontera de lo interior, como una nueva dosis de opiáceos contra un dolor cada vez más insoportable.

Decía Adorno que no son las masas de oprimidos las que extienden la estupidez, sino que es la opresión sobre las masas la que estupidiza. Hoy en día, la opresión parece haber cruzado la línea de no retorno. Quizás hayamos entrado definitivamente en un estado permanente de miseria, indignidad, servilismo y abatimiento del que sólo unas cuantas reencarnaciones más nos podrán hacer salir…

O quizás no. Quizás sea necesario que las cadenas de la evasión se aprieten aún más en torno a las articulaciones del ser humano para que éste, encerrado en las mazmorras de la superficialidad, se vea obligado a franquear los límites de la desesperación y busque la salida en las oscuras y profundas galerías de su interior.

Y es que, para penetrar en esas profundidades sombrías, debemos estar obligados por unas circunstancias que resulten menos amables que los abismos que nos aterran.

 

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